Todas las definiciones que se dan del Derecho coinciden en
identificarlo como el conjunto de normas dictadas por los poderes públicos
competentes con el fin de ordenar la convivencia para la consecución del bien
común y la conservación del orden social.
En particular, el Derecho tributario se ocupa de esa
importante parcela en la que concurren los llamados a aportar la contribución
que les corresponde (el ingreso) o a recibir las atenciones que merecen por sus
especiales circunstancias (el gasto) y su Hacienda, la Hacienda Pública, porque
es la Hacienda de todos.
Tan trascendente es la ordenación de esas relaciones en el
Estado de Derecho que el constituyente impuso una reserva de ley expresa para
crear y regular los tributos y para disfrutar exenciones y bonificaciones,
dentro de un sistema que ha de responder al principio de justicia; por su
parte, el legislador ordinario ha establecido un marco completo para la
interpretación y la aplicación de las normas tributarias, para la imposición de
sanciones y para la revisión de los actos de los órganos de la Hacienda en la
exacción de los tributos; ahí están la LGT, los Reglamentos Generales de
desarrollo y la normativa propia de cada tributo.
Con tan completo repertorio de ordenación, la actuación de
la Administración y la de los ciudadanos deberían discurrir en el clima de
sosiego, de paz social, que debe derivar de un Estado que proclama en su
Constitución como principio esencial el de seguridad jurídica, en todas las
proyecciones que la ley y los tribunales reconocen. El conflicto sería la
excepción.
El Tribunal Constitucional (S. 46/1990, de 15 de marzo) lo
ha dicho así de claro:
"la exigencia del artículo 9.3 relativa al principio de
seguridad jurídica implica que el legislador debe perseguir la claridad y no la
confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que
legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse, y debe
huir de provocar situaciones objetivamente confusas (...)"
En España esto no
suele suceder y todos -nos referimos a los obligados tributarios- vamos
sobrellevando mal que bien unas normas carentes de toda técnica legislativa,
una Administración que ve al contribuyente como un defraudador potencial y un
sistema de recursos que no evitan la confrontación ni procuran la solución de
los conflictos antes de cinco o diez años, según los casos. Esto es lo normal,
no nos vamos a engañar.
Pero como reza el dicho, siempre se puede empeorar; la
crisis que soportamos en estos últimos años nos ha demostrado que no habíamos
visto a dónde podíamos llegar a parar en el deterioro en la producción de las
leyes, en la gestión de los órganos de Hacienda y en los procedimientos de
resolución de recursos contra los actos de la Administración tributaria.
Respecto de la normativa, todo se ha puesto a las órdenes de
la recaudación, como antes pero más. Las modificaciones de la LGT (la Ley
7/2012) no han dejado títere con cabeza: ampliación de los supuestos y
potenciación de las secuelas de la responsabilidad; medidas cautelares inaudita
parte para cualquier actuación administrativa, admisibles en cualquier momento
del procedimiento, incluso antes del inicio de aquélla (es decir, sin saber si
habrá o no deuda y a cuánto ascenderá), excluidas de la posibilidad (nominal)
de recurso; limitación de las facultades de disposición sobre bienes propios de
las sociedades; imposición de obligaciones de información exorbitantes,
sometidas a un riguroso régimen sancionador; creación de gravámenes de rentas
ficticias (de ficción) que escapan de la prescripción; creación de sanciones
inaplicables por manifiestamente injustas; ejercicio por la Administración de
funciones típicamente jurisdiccionales en las causas de delito fiscal, etc.
Junto a ello, el Gobierno se ha puesto a dictar disposiciones
de urgencia, sin ninguna esperanza de ulterior tramitación parlamentaria, que
van desde la limitación de la deducibilidad de amortizaciones y gastos
financieros (con nuevas evocaciones del motivo económico válido) y las
restricciones a la compensación de pérdidas, al incremento de tipos en varios
impuestos, o la regularización extraordinaria.
En este orden de cosas tenemos que denunciar la
consolidación del régimen de ingresos a cuenta, cada vez más desconectado de la
capacidad económica del presunto obligado tributario. En efecto, de la triple
función con que quiso justificarse la
existencia de los pagos a cuenta -anticipo del ingreso al Tesoro, fuente de
información para el fisco y graduación del esfuerzo tributario para el
contribuyente-, asistimos a una disminución notable de la última y un
progresivo incremento de la primera. El recurso más fácil, y el más injusto, es
elevar los porcentajes de los pagos a cuenta (retenciones, ingresos a cuenta y
pagos fraccionados), introduciendo conceptos contables que permitan el
establecimiento de límites incrementados e interpretando la norma de modo que
sólo los pagos a cuenta "ingresados" en el año sean susceptibles de
deducción.
En otras palabras, el Impuesto, del que los pagos a cuenta
debieran ser un mero anticipo, ha pasado a ser algo residual, en la medida en
que la capacidad de pago ya no se mide al final del plazo de presentación de la
declaración del impuesto correspondiente, sino que se presume en los términos
que el pago a cuenta exige, con olvido del carácter personal (o familiar) del
tributo al que se vincula.
Para la consecución de este objetivo de anticipo progresivo
de los ingresos vinculados a los pagos a cuenta, configurados como obligaciones
autónomas, la Administración se ha dotado de un aparato gestor que basa su
poder en la información que le procuran las nuevas tecnologías y en unas
medidas sancionadoras que, además de su cuasi automatismo, hacen dudar si no
están pensadas para incrementar los recursos tributarios del momento, al margen
de lo que la ortodoxia fiscal impone.
Para colmo, se ha entrado de lleno en lo último que se
resistía a servir de instrumento de política tributaria de coyuntura, el Código
Penal, contraviniendo el principio de intervención mínima. La reforma, con una
técnica más que deficiente, se inicia con una intención clara del Gobierno de
modificar el tipo penal, ésta se altera sustancialmente en los trámites
subsiguientes (con el informe en contra del CGPJ) y acaba en el BOE con una
redacción que hoy día ya merece más de tres interpretaciones sobre cuál es el
tipo penal (como la tarara, delito sí, delito no) y dudas insuperables sobre la
prescripción y los delitos concurrentes con el de defraudación y sobre la
propia razón de ser de la reforma.
Todo ello se completa con la irrupción de la Administración
Tributaria en el ámbito penal -con un evidente afán recaudatorio-, a la que se
le faculta para adoptar iniciativas propias (art. 180.2 LGT, por ejemplo) o
para llamarse a la parte, conservando su auto tutela a pesar de la
judicialización del asunto (art. 305.5 CP).
La definición del comportamiento delictivo y pos delictivo y
las finalidades de la pena quedan relegadas a un lugar secundario, pasando a
primer objetivo el resultado recaudatorio de lo defraudado y sus accesorios,
para lo que se favorece el desplazamiento de poderes judiciales hacia la
Administración tributaria -sin el sistema de recursos que exige la nueva
situación-, lo que ha merecido la crítica de la mejor doctrina.
Como se ha escrito, ya no se trata de reprimir el delito
fiscal, una vez descubierto, olvidando que de la aplicación efectiva de la
norma penal depende su efecto de prevención general, tanto positiva (seguridad
del ciudadano cumplidor en que sigue rigiendo la norma) como negativa
(intimidación a potenciales infractores), sino de conseguir a toda costa el
ingreso de la deuda tributaria, algo que una simple condena penal no alcanzaría
a garantizar.
En el capítulo de la aplicación de los tributos y la
imposición de las sanciones también seguimos al dictado de la misma exigencia, la
recaudación. Es ya un clamor la nula atención que merecen las alegaciones y
reclamaciones de los administrados ante los órganos de gestión, de inspección o
de recaudación, puestos por su orden lógico y funcional, no por méritos. Es
obligado agotar la vía, como si fuera una carga, pero el resultado se conoce de
antemano con un repertorio de respuestas estereotipadas, en la mayoría de los
casos, sin relación con las alegaciones de la parte.
De otro lado, en este mismo capítulo de la aplicación de los
tributos, parece que nadie repara en el importante y cada vez mayor coste que
se traslada al contribuyente (y su asesor), al que se impone la realización de
trabajos que corresponderían a la Administración, a través de la confección de
modelos que obligan a la búsqueda y captura de datos, tareas que no sólo no se
compensan de ninguna forma, sino que se traducen en elevadas sanciones en caso
de meros errores, por otra parte derivados de la pereza administrativa.
Otro tanto puede decirse de la conversión del contribuyente
(y de su asesor) en usuario obligado y pagano de tecnologías, para cuyo uso ni
siquiera se ha dado plazo de acomodación (notificaciones electrónicas y
presentaciones telemáticas), que inmediatamente provocan la pérdida de derechos
por el transcurso de plazos virtuales o son susceptibles también de ser
sancionados por no cumplirse las exigencias tecnológicas impuestas.
Todo ello coronado
con un régimen sancionador penal para el profesional de la asesoría, que
convierte su función en actividad peligrosa con escaso margen para la defensa.
El último punto que debemos comentar es el de la revisión.
La administrativa, confiada a los TEAS, con enormes retrasos en resolver,
mantiene su elevada marca de desestimaciones. Si sigue así, alguien deberá, de
una vez, eliminarla o, al menos, dejarla como una opción para quienes confíen
en su bondad; a los demás no se les puede retrasar más la personación ante su
Juez natural.
Respecto de ellos, los órganos de la Justicia, también
estamos en pérdidas; la reforma del procedimiento contencioso-administrativo,
con la nueva casación, la recepción del criterio del vencimiento en materia de
costas y la imposición de tasas judiciales disuasorias no hacen más que
dificultar la realización efectiva del derecho a la tutela judicial efectiva. Y
no se percibe ni una sola iniciativa tendente a reducir los enormes plazos de
duración de los procesos ante los TSJ, la AN o el TS; da igual.
Ante esta situación, la AEDAF está haciendo un esfuerzo
enorme, no solo de crítica -no siempre comprendida ni admitida-, sino de
cooperación, tanto en la elaboración de las normas (con poco éxito, por
cierto), como en la participación en los foros institucionales con la AEAT o en
encuentros con el CGPJ, sin olvidar el permanente apoyo de formación a sus
asociados ante las exigencias de esta nueva situación.
Pero la profesión está absolutamente desbordada por lo que
algunos llaman el laberinto normativo y profundamente desanimada ante las
dificultades que se padecen para ejercer una función transcendente para la
sociedad (incluida la Hacienda Pública), sin encontrar la menor disposición de
los poderes públicos de retomar aquella senda de protección de los derechos de
los contribuyentes que se atrevió a abrir un Gobierno del mismo partido que el
actual, allá por el año 1996 y siguientes. ¿Quién se acuerda ya de aquello?
Es evidente que en España, a pesar de no sabemos cuántas
leyes de medidas, urgentes o no, de lucha contra el fraude, todas dirigidas a
incrementar las posibilidades de actuación de la Administración contra los
contribuyentes, en general (sean o
no defraudadores), sigue
habiendo un alto
grado de incumplimiento de la obligación de contribuir, aunque las
estadísticas oficiales proclaman cada año un nuevo record de deuda descubierta.
Pero el fraude, en cuya persecución confirmamos nuestro
compromiso, no puede seguir siendo la excusa, la coartada, para ese recorte
progresivo de los derechos y garantías de los contribuyentes, en un proceso que
culmina con la erosión de nuestro Estado de Derecho, imputable principalmente a
una muy defectuosa legislación que ataca a cuestiones fundamentales en las que
se sustenta nuestra seguridad jurídica.
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